Pedro Casaldálida cumple 90 años: pobreza y liberación


Junto con las Hermanitas de Jesús colaboró en el rescate biológico de los tapirapés, amenazados de extinción.                            
Artículo de Leonardo Boff publicado en  http://www.servicioskoinonia.org
 



Al cumplir 90 años, este 16 de febrero de 2.018, queremos homenajear a Don Pedro Casaldáliga, pastor, profeta y poeta, con unos pensamientos que, a mi juicio, constituyen el hilo conductor de toda su vida de cristiano y de obispo: la relación que estableció entre la pobreza y la liberación. Arriesgando su vida, ha vivido y ha testimoniado tanto la pobreza como la liberación de los más oprimidos, que son los indígenas y los campesinos, expulsados por el latifundio en tierras de São Félix del Araguaia del Mato Grosso de Brasil.

La pobreza es un hecho que siempre ha desafiado las prácticas humanas y todo tipo de interpretación. El pobre concreto nos desafía tanto, que la actitud hacia él acaba por definir nuestra situación definitiva ante Dios. Esto lo atestigua tanto el Libro de los muertos de Egipto como la tradición judeocristiana que culmina en el texto del evangelio de Mateo 25, 31ss.

Tal vez el mérito mayor del obispo Don Pedro Casaldáliga haya sido haber tomado absolutamente en serio los desafíos que los pobres del mundo entero, especialmente los de América Latina, nos lanzan, y su liberación.

Seguramente vivió el siguiente proceso. Antes de cualquier reflexión o estrategia de ayuda, la primera reacción es de profunda humanidad: dejarse conmover y llenarse de compasión. ¿Cómo dejar de atender su súplica, o no entender lo que quieren decir sus manos suplicantes? Cuando la pobreza aparece como miseria, irrumpe en todas las personas sensibles, como en Don Pedro también, el sentimiento de indignación y de iracundia sagrada, como se nota claramente en sus textos proféticos, especialmente, contra el sistema capitalista e imperial que produce continuamente pobreza y miseria.

El amor y la indignación están en la base de las prácticas que pretenden abolir o mitigar la pobreza. Sólo está efectivamente del lado del pobre quien, ante todo, lo ama profundamente y no acepta su situación inhumana. Y Don Pedro testimonió ese amor incondicional.

Pero también somos realistas como nos advierte el libro del Deuteronomio: "Nunca faltarán pobres en la tierra; por eso te hago esta recomendación: abre, abre la mano a tu hermano, al pobre y al necesitado que está en tu tierra"(15,11). De la Iglesia de los orígenes en Jerusalén se dice como alabanza: "No había pobres entre ellos" (Hch 4,34) porque ponían todo en común.

Estos sentimientos de compasión y de indignación hicieron que Don Pedro dejara España, fuese después a África y, finalmente, desembarcase no simplemente en Brasil, sino en el interior del país, donde padecen campesinos e indígenas bajo la voracidad del capital nacional e internacional.

1. Lecturas del escándalo de la pobreza

En función de una comprensión más adecuada de la anti-realidad de la pobreza, conviene hacer algunas aclaraciones que nos ayudarán a calificar nuestra presencia efectiva junto a los pobres. Tres comprensiones diferentes de pobre están presentes todavía hoy en el debate.

La primera, tradicional, entiende al pobre como aquel que no tiene. No tiene medios de vida, no tiene renta suficiente, no tiene casa, en una palabra: no tiene bienes. Sobrevive en el desempleo, o en el subempleo, y con salario bajo. El sistema imperante los considera como ceros económicos, aceite quemado, sobrantes. La estrategia entonces es movilizar a quien tiene para que ayude a quien no tiene. En nombre de esa visión se organizó, por siglos, una amplia asistencia. Y una política de beneficencia, pero no participativa. Es una actitud y una estrategia que mantiene a los pobres dependientes; todavía no ha descubierto su potencial transformador.

La segunda, progresista, ha descubierto ya el potencial de los pobres y ha percibido ya que ese potencial no es utilizado. Por la educación y la profesionalización el pobre viene a ser calificado y potenciado. Así, los pobres se insertan en el proceso productivo. Refuerzan el sistema, se hacen consumidores, aunque en menor escala, y ayudan a perpetuar las relaciones sociales injustas que continúan produciendo pobres. Se asigna al Estado la parte principal de la tarea de crear puestos de trabajo para esos pobres sociales. La sociedad moderna, liberal y progresista ha hecho suya esta visión.

La lectura tradicional ve al pobre, pero no capta su carácter colectivo. La lectura progresista, sí descubre su carácter colectivo, pero no su carácter conflictivo. Analíticamente considerado, el pobre es resultado de mecanismos de explotación que lo hacen empobrecido, generando así un grave conflicto social. Mostrar tales mecanismos fue y sigue siendo el mérito histórico de Karl Marx. Previamente a la integración del pobre en el proceso productivo vigente, se debería hacer una crítica del tipo de sociedad que siempre produce y reproduce pobres y excluidos.

La tercera posición es la liberadora, que afirma: los pobres sí tienen potencialidades, y no sólo para engrosar la fuerza de trabajo y reforzar el sistema, sino principalmente para transformarlo en sus mecanismos y en su lógica. Los pobres, concientizados, organizados por sí mismos y articulados con otros aliados, pueden ser constructores de otro tipo de sociedad. Pueden no sólo proyectar, sino poner en marcha la construcción de una democracia participativa, económica y ecológico-social. La universalización y la plenitud de esta democracia sin fin se llama socialismo. Esta perspectiva no es ni asistencialista ni progresista. Es verdaderamente liberadora, porque hace del oprimido el principal sujeto de su liberación y el forjador de un proyecto alternativo de sociedad.

La teología de la liberación asumió esta concepción de pobre. La ha traducido por la opción por los pobres, contra la pobreza, y en favor de la vida y la libertad. Hacerse pobre en solidaridad con los pobres, significa un compromiso contra la pobreza material, económica, política, cultural y religiosa. Lo opuesto a esta pobreza no es la riqueza, sino la justicia y la equidad.

Esta última perspectiva fue y es testimoniada y practicada por Don Pedro Casaldáliga en toda su actividad pastoral. Aun a riesgo de su vida, apoyó a los campesinos expulsados por los grandes terratenientes. Junto con las Hermanitas de Jesús del P. Foucauld, colaboró en el rescate biológico de los tapirapés, amenazados de extinción. No hay movimiento social y popular que no haya sido apoyado por este pastor de excepcional calidad humana y espiritual.

2. La otra pobreza: la evangélica y esencial

Hay todavía dos dimensiones de la pobreza que están presentes en la vida de Don Pedro: la pobreza esencial y la pobreza evangélica.

La pobreza esencial es el resultado de nuestra condición de criaturas, una pobreza que tiene, por tanto, una base ontológica, independiente de nuestra voluntad. Parte del hecho de que no nos hemos dado la existencia. Existimos, dependiendo de un plato de comida, de un poco de agua y de las condiciones ecológicas de la Tierra. En este sentido radical, somos pobres. La Tierra no es nuestra, ni la hemos creado. Somos huéspedes en ella, pasajeros de un viaje que va más allá. Más aún: humanamente dependemos de personas que nos acogen y que conviven con nosotros, con los altibajos propios de la condición humana. Somos todos interdependientes. Nadie vive en sí y para sí. Estamos siempre enredados en una red de relaciones que garantizan nuestra vida material, psicológica y espiritual. Por eso somos pobres y dependientes los unos de los otros.

Acoger esta condición humana nos hace humildes y humanos. La arrogancia y la excesiva auto-afirmación no tienen cabida aquí porque no tienen base que las sustente. Esta situación nos invita a ser generosos. Si recibimos el ser, de los otros, debemos también darlo a los demás. Esta dependencia esencial nos hace gratos a Dios, al Universo, a la Tierra y a las personas que nos aceptan así como somos. Es la pobreza esencial. Este tipo de pobreza hizo a don Pedro un obispo místico, agradecido por todas las cosas. También existe la pobreza evangélica, proclamada por Jesús como una de las bienaventuranzas. En la versión del evangelio de Mateo se dice: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos" (5,3). Este tipo de pobreza no está directamente vinculado al tener o al no tener, sino a un modo de ser, a una actitud que podríamos traducir por infancia espiritual. Pobreza aquí es sinónimo de humildad, desprendimiento, vacío interior, renuncia a toda voluntad de poder y de auto-afirmación. Implica la capacidad de vaciarse para acoger a Dios, y el reconocimiento de la naturaleza de la criatura, ante la riqueza del amor de Dios que se comunica gratuitamente. Lo opuesto a esta pobreza es el orgullo, la fanfarronería, la inflación del ego, y el encerramiento en sí mismo ante los demás y ante Dios.

Esta pobreza significó la experiencia espiritual del Jesús histórico: no sólo fue pobre materialmente y asumió la causa de los pobres, sino que también se hizo pobre en espíritu, pues "se aniquiló a sí mismo, asumiendo la condición de siervo; presentándose como simple hombre, se humilló, hecho obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz "(Flp 2,7-9). Esta pobreza es el camino del evangelio, por eso se llama también pobreza evangélica, sugerida por San Pablo: "tened los mismos sentimientos que Cristo tuvo" (Flp 2,5).

El profeta Sofonías testimonia esta pobreza de espíritu cuando escribe: "Aquel día, no serás confundida, hija de Sión, a causa de todos los pecados que cometieron contra mí, jactanciosos y arrogantes; no te enorgullecerás ya en mi santo monte. Dejaré sobrevivir en medio de ti un pueblo pobre-humilde y modesto que pondrá su confianza en el nombre del Señor" (2,11-12).

Esta pobreza evangélica e infancia espiritual constituyen una de las irradiaciones más visibles y convincentes de la personalidad de Don Pedro Casaldáliga, que aparece en su modo pobre pero siempre limpio de vestir, en su lenguaje inundado de humor aun cuando se hace crítico contundente de los desvaríos de la globalización económico-financiera y de la prepotencia neoliberal, o cuando proféticamente denuncia las visiones mediocres del gobierno central de la Iglesia frente a los desafíos de los condenados de la Tierra, o de cuestiones que conciernen a toda la humanidad. Esta actitud de pobreza se manifiesta ejemplarmente cuando en los encuentros con cristianos de base, generalmente pobres, se pone en medio de ellos y escucha atentamente lo que dicen, o cuando se sienta a los pies de conferencistas, sean teólogos, sociólogos o portadores de otro saber calificado, para escucharlos, anotar sus pensamientos y humildemente formular preguntas. Esta apertura revela un vaciamiento interior que lo hace capaz de continuamente aprender y hacer sus sabias ponderaciones sobre los caminos de la Iglesia, de América Latina, de Brasil y del mundo.

Cuando los actuales tiempos perturbados hayan pasado, cuando las desconfianzas y las mezquindades hayan sido tragadas por la vorágine del tiempo, cuando miremos hacia atrás y consideremos los últimos decenios del siglo XX y los inicios del siglo XXI, identificaremos una estrella en el cielo de nuestra fe, rutilante, después de haber atravesado nubes, soportado oscuridad y vencido tempestades: es la figura simple, pobre, humilde, espiritual y santa de un obispo que, extranjero, se hizo compatriota, lejano se hizo cercano, y se hizo hermano de todos, hermano universal: don Pedro Casaldáliga, que cumple hoy noventa años. 

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http://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=874


La noche en llamas de Eric-Emmanuel Schmitt

La aventura comienza cuando le hicieron la propuesta de participar en un filme sobre el místico del desierto Charles de Foucauld.                
          
 
Artículo publicado en https://www.razon.com.mx

En 2015 el autor franco-belga Eric-Emmanuel Schmitt publicó un pequeño libro llamado La Nuit de feu. En esta obra el escritor cuenta la historia de su conversión una noche de invierno en el desierto del Sahara.

Es imposible no comparar el relato de Schmitt con el libro Le Royaume publicado por Emmanuel Carrère un año antes. El texto de Carrère, traducido al español por la editorial Anagrama, tuvo muy buena recepción en Hispanoamérica y eso explica —por lo menos en parte— que el Premio FIL de Literatura 2017 le vaya a ser otorgado en la Feria del Libro de Guadalajara este mismo mes. Sin embargo, los libros de Schmitt y de Carrère, aunque tocan temas muy cercanos, no podrían ser más distintos. Mientras que el de Schmitt cuenta la historia de una dichosa conversión, el de Carrère es el relato de un triste abandono de la fe cristiana.

Eric-Emmanuel Schmitt nació en 1960. Estudió en la Escuela Normal Superior y luego obtuvo un doctorado en filosofía con una tesis sobre Diderot. Se dio a conocer como dramaturgo y luego como novelista, convirtiéndose, en la última década, en uno de los autores francófonos más representados y más leídos en todo el mundo.

La historia que nos cuenta en La Nuit de feu, y que aquí quisiera reseñar, sucedió cuando él tenía 28 años, era profesor de filosofía y todavía no se decidía a convertirse en escritor profesional.
  
La aventura comienza cuando le hicieron la propuesta inesperada de participar en la elaboración de un filme sobre el místico del desierto Charles de Foucauld. En compañía de un equipo multidisciplinario, en el que iban geólogos y botánicos, viaja al sur de Argelia para documentar los sitios en los que vivió Foucauld durante los últimos años de su vida. El grupo se interna en el desierto para llegar a una zona montañosa que está a varios días de distancia de la ciudad más cercana. Bajo la bóveda estrellada, Schmitt no podía dejar de reflexionar sobre sus miedos y carencias. La amistad que entabla con el guía tuareg le ofrece una perspectiva distinta de la existencia. Ese hombre —que es más o menos de su edad— no sólo vive en un mundo muy distinto al suyo, sino que se mueve en él con una seguridad, con una sabiduría, que al francés le parecen admirables.

Un día subieron las montañas de Ahaggar y Schmitt quedó maravillado del escenario natural. Le dijo al guía que podía regresar él solo al campamento y después de caminar durante varias horas se percató de que se había perdido. Llegó la oscuridad y construyó un pequeño refugio para protegerse del intenso frío. Esa noche Schmitt tuvo una experiencia mística: Dios existe, todo tiene sentido. A la mañana siguiente, invadido de una energía inexplicable, logró regresar al campamento.
 
Schmitt narra su historia de manera sencilla, sin distraerse con una teología del acontecimiento. Sin embargo, en un pequeño apéndice ofrece algunas ideas que nos permiten conocer su posición personal ante el fenómeno religioso. Schmitt se distancia del creyente dogmático y del ateo dogmático. Para él sólo hay tres actitudes honestas ante la divinidad: no sé pero creo; no sé pero no creo; no sé y no me interesa. El punto de encuentro de las tres posiciones es la aceptación compartida de que no podemos saber nada sobre Dios; es decir, de que creyentes, no creyentes y agnósticos se encuentran en un estado epistémico semejante. Siguiendo a Pascal, cuya influencia se percibe a lo largo de la obra, Schmitt considera que la fe es asunto del corazón, no de la inteligencia.
 
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https://www.razon.com.mx/la-noche-en-llamas-eric-emmanuel-schmitt/

Diálogo en la frontera

Desde la fraternidad Magrebí de la Comunidad Horeb, el hermano José nos acerca una valiosa reflexión.                                                  
Testimonio publicado en el
 
Estamos en la frontera, una línea sobre el mapa que recorre miles de kilómetros y divide el desierto en trozos según los intereses de unos cuantos países. Es el fruto de la descolonización en África. Fronteras artificiales que originaron la separación de culturas y han dado origen a conflictos sociales de diversa intensidad. También hay fronteras culturales, idiomáticas, religiosas... nuestra fraternidad magrebí vive en la frontera y en ella intentamos emular la vida y obra de Carlos de Foucauld; pero los tiempos son diferentes. Foucauld no conoció estas fronteras físicas, ni la deriva integrista en el Islam, ni las tensiones que hoy sacuden al Sahara; pero supo descubrir, aprovechar y transmitir la experiencia del desierto, el físico y el personal. Digamos que pudo desarrollar su actividad con cierta tranquilidad, protegido por las tribus de nómadas tuareg, a pesas de lo cual perdió la vida de forma violenta. Ahora se respira más odio y violencia, pues muchos tuaregs se han reconvertido en mercaderes de narcotraficantes y contrabandistas.

Hay otras fronteras, no sobre el terreno y el mapa. Son fronteras imaginarias. La mentalidad del beduino es muy diferente a la nuestra. Su cosmovisión se construye sobre elementos paganos y religiosos, supersticiones preislámicas y leyes musulmanas. Es muy complicado entenderlo y más difícil explicarlo. Entran en juego también los dialectos e idiomas locales, el folklore, la composición tribal, etc. El diálogo así se convierte en algo escurridizo, aunque hablemos la misma lengua. Se nos escapa la esencia. Sería necesario efectuar una investigación científica sobre los aspectos cognitivos del pensamiento beduino.
 
De ahí que a la hora de promover encuentros interreligiosos sean muy importantes los modos, los gestos, los símbolos que entran en juego aun sin ser conscientes de ello.
 
La experiencia me dice que el diálogo interreligioso no es más que una suerte de esfuerzo intelectual con intenciones académicas; pero con poco recorrido posterior. Todo empieza y acaba entre cuatro paredes, a veces en un pabellón de música o en una gran sala de conferencias. En ocasiones pueden publicarse unas actas, un libro, un artículo, un vídeo que recoge la experiencia ¿Qué importancia tiene? Sirven para divulgar manifiestos huecos, sin vida. ¿Por qué? Porque nos hemos perdido la esencia, la comunión real. ¿Y en qué consiste esta comunión? ¿Acaso se trata de aproximar puntos de vista teológicos? ¿O establecer una teología comparada? ¿Tal vez debemos fijar una agenda para ir dando pasos? ¿En qué dirección? ¿Con qué intención? ¿Para qué?
 
Estas y otras preguntas me hago con frecuencia y la conclusión a la que llego es la misma: el diálogo sí; pero el compartir es mejor. Preferimos compartir un momento la gratitud, el respeto, la sonrisa, el llanto, el sufrimiento, la alegría, la esperanza, todo aquello que nos hace humanos, que nos hace próximos de verdad, aquello para lo que no se necesitan palabras, sólo silencio. Pues las ideas solamente son ideas, construcciones mentales sin gran importancia. Prefiero no hablar y experimentar cada instante de la vida en compañía, con amor y paz, y abandonarnos en el Vacío que todo lo llena. Ahí surge el verdadero diálogo, sin agendas, sin intenciones, sólo estar, sólo sentir al otro. ¿No es este el verdadero amor al prójimo? Carlos de Foucauld así lo entendió y dejó hacer, se abandonó a las circunstancias del momento, supo dialogar sin hablar, con la cercanía y compañía transmitió el mensaje de Jesucristo, el amor de Dios. Y fue admirado y querido por aquellos beduinos, aquellos nómadas que no entendían la religión con palabras y sí con hechos.